CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE MÁS VENDEDOR

CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE MÁS VENDEDOR

No es uno de los mejores discos de la historia. No es ni siquiera uno de los mejores discos de su autor. No es una de esas obras que marcan un antes y un después. No contiene ninguna canción que, al utilizarse en un comercial o en una película de éxito, aúpan al disco a lo alto de las listas. Nada de eso. “Glass houses” es un honesto disco de Billy Joel que vendió en 1980 (y por eso lo pongo de ejemplo) la escalofriante cifra de SIETE MILLONES DE COPIAS solo en los Estados Unidos. Repito: no es “The dark side of the moon”, ni “The river”, ni “Thriller”. Es un álbum más que aceptable, lleno de buenas canciones (Joel es un melodista de primera) pero (y perdonad que me ponga pesado) fue SIETE VECES DISCO DE PLATINO en su país y CINCO VECES DISCO DE PLATINO en Canadá (además de venderse apreciablemente en todo el mundo, incluyendo España). ¿Que a qué viene esta murga de discos vendidos? ¿No se supone que lo que importa es la calidad, y no la cifra de recaudación? Por supuesto que sí, pero me gustaría que las generaciones más jóvenes, acostumbradas a que sus artistas favoritos se den con un canto en los dientes si despachan apenas unos miles de copias de sus lanzamientos, compararan cómo funcionaba la industria en aquellos años dorados anteriores a la MTV y a Spotify. Tiempos en los que poseer físicamente un vinilo (o un cassette, aunque este formato tenía menos prestigio) era IMPRESCINDIBLE si te gustaba tal o cual grupo, y no te importaba dilapidar la paga semanal para hacerte con el LP en cuestión (y no lo prestabas ni de coña, vamos hombre, ¿y si me lo rayan qué?).

Gracias a esa pulsión coleccionista, músicos como Billy Joel (y ya no hablemos de megavendedores como Elton John o Eagles) podían permitirse una vida de excesos e inversiones inmobiliarias que marearía a cualquiera de los músicos actuales, resignados mileuristas cuya salud financiera depende de las descargas de internet. En fin, y por hablar finalmente de este “Glass Houses”, se trata de un disco lleno de melodías luminosas y eficaces (“You may be right”, “Sleeping with the televisión on”), con su cuota de baladas marca de la casa (“Don’t ask me why”, “Through the long night”), y algunas saludables aproximaciones al rock más vacilón (“Sometimes a fantasy”, “Close to the borderline”), además del primer número uno que consiguió el músico neoyorkino (“It’s still rock and roll to me”). No figurará jamás entre las obras más importantes de la historia del rock, de acuerdo, pero estoy seguro de que cualquiera de nuestros músicos indies renunciaría a su arraigado vegetarianismo y a sus ideales solidarios y transversales por vender aunque solo fuera la centésima parte de lo que vendió “Glass houses”. Y haría muy bien, qué coño.  

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