Solo soy un chico de Coney Island

Solo soy un chico de Coney Island

 

Deliciosos, realmente deliciosos, dijo la extraña chica de una forma quizás un poco exagerada, ya me había asegurado su hijo que usted hacía los mejores emparedados de todo Brooklyn. Transcurrieron unos segundos en silencio, solo rotos por el ruido de la extraña chica al masticar. De todo Nueva York, añadió de repente con voz robótica el tipo de los rizos, sin quitarse las gafas de sol a pesar de la oscuridad reinante en el comedor.

La anciana intentó sonreír, pero no le salió. Se limitó a coger uno de los famosos emparedados y metérselo a toda prisa en la boca, así no tendré que hablarles, qué pesadilla. Contuvo una lágrima. Los tres dejaron pasar el tiempo, afuera se oía un claxon taladrante.

¿Le ha dicho su hijo que su último disco ha sido todo un éxito?, la extraña chica volvió a la carga, la crítica se ha mostrado exultante (¿exultante?, pensó la anciana, ¿sabrás tú lo que quiere decir eso?, apuesto a que ni siquiera has acabado el High School, pedazo de fulana), han dicho que es su obra más romántica, ¡y todo gracias a mí!, la extraña chica soltó una carcajada, su hijo está muy enamorado de su Rachel, y se golpeó el pecho, ¿verdad que sí?, intentó besarle, pero el tipo de los rizos no respondió a su iniciativa, ni siquiera movió la cabeza, era como una estatua de cera. La extraña chica suspiró y cogió otro emparedado, buenísimos, señora, repitió.

Y el caso es que la extraña chica tenía razón (os habla la voz omnisciente del narrador, no os hagáis líos): tras haberse peleado con la discográfica a causa del ruidista “Metal machine music”, el tipo de los rizos recobró su inspiración melódica, y había parido una deliciosa colección de canciones insólitamente líricas y delicadas (bueno, a su muy particular manera), en las que celebraba su relación con Rachel (que seguí devorando emparedados como si no hubiera un mañana), y hasta se permitía homenajear a su lugar favorito de la ciudad, Coney Island. “El cronista del lado salvaje está de vuelta”, celebró la prensa musical, y sus muchos fans arquearon las cejas al ver que su músico favorito seguía vivo: qué tío, ni la heroína puede con él.

Se comieron todos los emparedados. Se bebieron todo el té. Rachel alabó, sucesivamente, el tapete sobre la televisión, las plantas del balcón (¡qué lozanas parecen, a pesar de este calor!), la tela de los sillones. Cuando ya iba a comentar las excelencias de las cortinas, el tipo de los rizos se levantó de golpe: nos vamos.

Ya en la puerta Rachel se despidió con unos besos muy histriónicos que repugnaron a la anciana, para a continuación bajar las escaleras haciendo retumbar el edificio con el sonido de sus botas de plataforma. El tipo de los rizos se quedó a solas con su madre y la regañó: quita esa mueca de asco, ya sé que es un transexual, y no te permitiré que la critiques en mi presencia. La anciana miró fijamente a su hijo. Y pensar que hubo un momento en que quiso ser dentista, y mírale ahora, se estremeció. Haciendo un esfuerzo supremo replicó: a mí que sea hombre o mujer me es indiferente, Lou, pero si no quieres matar a tu madre de un disgusto júrame que es judía.

 

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