Coincidiendo con el centenario del descubrimiento de la tumba de Tutankamón se han publicado algunas de las inscripciones jeroglíficas encontradas en tan insigne lugar. Una de ellas me ha llamado mucho la atención, y por eso os la traigo:
“La música que escuchan ahora los jóvenes es mala como mordisco de cocodrilo. ¡Cuando yo era joven sí que teníamos buena música, me cago en Anubis!”
A ver, os lo digo ya: es una broma, no vaya a ser que lo pongáis en vuestro próximo examen de historia de Egipto. Si he utilizado esta pequeña historieta inventada ha sido para confirmaros algo que ya deberíais saber: desde la noche de los tiempos hemos idealizado la música (el cine, la literatura, las modas) de nuestra juventud y primera madurez, despreciando alegremente todo lo que se hizo antes de nosotros y todo lo que viene después. Nada nuevo bajo el sol, vaya. Y en esa clave hay que entender (en parte, al menos) la inquina (por no decir el odio puro y duro) que despierta la música urbana (especialmente el reguetón) en todos aquellos que ya pasamos de los cuarenta años. Además, es su obligación, tiene que cumplir eso que decía Freud de “matar al padre”: para que una canción te guste de verdad (y esto lo sabemos quienes crecimos con el “God save the Queen”) tiene que repeler a tus mayores.
Relajémonos: no es nuestra tarea juzgar a Rosalía o a C. Tangana, ya lo hará el tiempo. Para el caso que nos ocupa, no hay tribunal más implacable que una boda. Dentro de veinticinco años (por poner una fecha) se seguirán celebrando esos rituales un poco absurdos en los que dos personas (del sexo que sea) se comprometen de por vida sabiendo que se van a divorciar en un par de años. Pero a lo que vamos: tras la ceremonia (religiosa, civil, transversal, galáctica: lo que sea) habrá un banquetazo y (ya llegamos) un baile por todo lo alto. Y entonces sabremos si los asistentes menean las caderas con “Stayin’ Alive” o con “Malamente”, con “Brown sugar” o con “Dame más gasolina, papito” (creo que se llama así). Para entonces, yo, probablemente, ya esté en un plano de consciencia superior (que la habré diñado, vaya), pero si pudiera apostaría por los himnos de los Bee Gees y de los Stones. Caballo ganador, oiga.