Estaba sentado en la esquina de la ostería “Er compá”, tomando un tinto de verano y tarareando esa canción de los Smiths, cuando la calle se quedó en silencio, los coches y peatones se pararon y las paredes y suelos se desenfocaron. Y entonces apareció ella, imperial, bajando los escalones de la Iglesia de la Victoria, con su paradójica expresión que mezclaba tristeza y felicidad a partes iguales, radiante, con esa luz de vida en el rostro. Yo andaba en silla de ruedas, ese verano había tenido mala pata y me había caído bajando unas escaleras de la playa del Médano en Tenerife, en mi tercer día de vacaciones, con tan mala suerte que me mandaron para Málaga a operarme. Tibia y peroné, y porque no había mas huesos.
La Lola de Ray Davies, versión mujer, esa malagueña de libro , educada y guapa, se mostraba frente a mi como dibujada, como un regalo que el destino quería hacerme. Realmente, gracias a mi caída me vine a Málaga a pasar la recuperación y la conocí a ella. Y aquella mujer resultó ser la mejor compañía que uno pueda tener, porque hablara de lo que hablara con ella aquel verano, lo hacía con sentimiento, y a la vez con moderación, con educación, con el brillo en los ojos…
La verdad que me sorprendió mucho, no estoy acostumbrado a encontrar a personas que me despierten tanta curiosidad. Y ella lo había conseguido.
Y así pasé el verano, colgado de sus ojos medio tristes, medio alegres. Hasta que, como siempre, el maldito otoño nos separó y puso las cosas en su sitio: las canciones duran lo que duran, tres minutos, acaso cuatro. Cosas de Cyrano de Bergerac y su amor romántico. No podía terminar bien una canción de Morrisey, me dije. Aunque ahora, con la distancia suficiente , puedo afirmar sin temor a equivocarme que aquél verano fue, sin duda, un gran verano, acaso el mejor después de mi resurrección.
Y, sobre todo, comprendí que esa luz nunca se apagaría.