¿Existen las casualidades? Algo de eso tiene que haber para que los dos compositores de pop más grandes de todos los tiempos hayan nacido con apenas cuarenta y ocho horas de diferencia, el uno en la risueña California y el otro en la muy proletaria (y a la sazón amenazada por los bombardeos de la Luftwaffe) Liverpool. Sí, admito que como adivinanza no es muy difícil: estamos hablando de Brian Wilson y de Paul McCartney, autores de algunas de las canciones más excelsas de todos los tiempos. Ya habrá ocasión de homenajear como se merece el legado del líder de los Beach Boys, pero permitidme que hoy manifieste mi más absoluta admiración por Macca, la fuerza motora de los Beatles al cincuenta por ciento con John Lennon hasta que a este le atrajo más jugar a médicos y pacientes con Yoko Ono, dejando al frente de la banda a su camarada hasta la disolución de la misma.
Como los humanos somos así de reduccionistas, durante muchos años Paul tuvo que soportar el sambenito de ser el blandito de los Beatles, el comercial, el tipo majete que tanto contrastaba con la aspereza genialoide de John. Pero el tiempo ha ido poniendo las cosas en su sitio, y las locuras vanguardistas de John y Yoko hoy son vistas como lo que son: chorradas posmodernas (pienso en “Revolution 9”) que nadie en su sano juicio soportaría más de unos pocos segundos. Para más escarnio, justo en esos años (finales de los sesenta), Paul iba a componer algunas de sus piezas más suntuosas, como “Hey Jude”, “The fool of the hill”, “Let it be” o la suite final de “Abbey Road” (con alguna interpolación de John), canciones todas que siguen perdurando en la memoria colectiva, y que no podemos escuchar sin dejar escapar un suspiro de melancolía.
El abrupto final de los Beatles dejó a los cuatro descolocados, aunque George fue el primero en reponerse con el majestuoso “All things must pass”. Por lo que respecta a Paul, y aunque parezca paradójico, la libertad absoluta que tuvo desde entonces le pasó factura: la falta de competitividad con John hizo que su control de calidad bajara notablemente. Ya durante mediados de los setenta (con y sin Wings) dio rienda suelta a su vertiente más pachanguera (este que os escribe recuerda, allá en su adolescencia, ruborizarse ante el espectáculo de un tontorrón Paul haciendo payasadas con el inefable Joaquín Luqui), y no se privó de picotear en ninguna moda, incluyendo la música disco o aberrantes duetos con Stevie Wonder y Michael Jackson. Ay, Paul, pensábamos muchos, quién te ha visto y quién te ve.
Qué injustos somos con las leyendas: les exigimos que estén siempre a la altura de su mito y eso (ay) es absolutamente imposible. En todo caso, la carrera en solitario de Paul de vez en cuanto sí que cumplió con las expectativas: algunas de sus canciones con Elvis Costello rozan (solo rozan) la calidad de los Beatles, y si uno tiene la paciencia suficiente para expurgar entre su inacabable discografía puede toparse aquí y allá con muestras de su indudable genio. De todos modos, al bueno de Paul hay que quererlo tal como es, y no esperar a que muera para reconocer que la música pop, tal y como hoy la conocemos, le debe buena parte de su arquitectura melódica, y que puede que sea de las pocas personas vivas a las que quepa adscribir esa incómoda etiqueta de “genio”. ¡Feliz cumpleaños, Paul, y ojalá podamos volver a verte en nuestros escenarios!