Procedo a ajustarme bien el chaleco antibalas. Compruebo que el casco cubre todas las trayectorias balísticas posibles. Me parapeto a fondo tras los sacos terreros. Sí, creo que ya está todo. Cualquier precaución es poca: voy a opinar sobre el último disco de Rosalía.
A ver, no dramaticemos, ni que esto fuera a desembocar en una guerra civil (huy, calla, no des ideas). El caso es que el último lanzamiento de la artista catalana ha levantado furibundas reacciones, tanto a favor como en contra. La Hermandad del Riff Guitarrero lleva años despreciando todo aquello que huela a reguetón, mientras que el Ejército de Liberación Millennial ha santificado el chándal y la estética poligonera. Los diarios han dedicado sesudos artículos a analizar el empoderamiento que desprende el famoso “Motomami”, y sus connotaciones de feminismo y demás ideologías posmodernas, y (por más que busques) no encuentras dos opiniones coincidentes. Un lío, vaya.
Si os digo la verdad (y qué gano yo con mentiros), a mí estas discusiones de baratillo me generan cierta incomodidad. En primer lugar, me asombra la poca importancia que se da a la música en estos debates. ¿No estamos hablando de una cantante? Se dedica más espacio a analizar el significado de esas uñas interminables, o la supuesta intención que esconde el uso del chándal como vestimenta, pero casi nadie se para a escuchar el disco con los ojos cerrados, como se hacía antes. Pues bien: yo lo he hecho. España y yo somos así, señora.
¿Y qué me he encontrado? Hum, esperad, no os lo voy a decir aún. Pongamos todo en un contexto. Escuché en su tiempo “El mal querer”, el disco que aupó a Rosalía (o a La Rosalía, como dice ella), y, sin ser la música que a mí me guste, no me desagradó. No soy el único: en 2020, la revista “Rolling Stone” (la edición norteamericana, que quede claro), en su lista de los mejores LPs de todos los tiempos, tuvo a bien incluir este disco en el número 315. “Malamente” es una gran canción de flamenquito (¿Qué es el flamenquito?: toda aquella canción en la que una mujer de voz muy aguda afirma que “te lleva en su mente”), y algunos otros temas mantenían ese mismo nivel. Ese era todo mi bagaje a la hora de enfrentarme a “Motomami”.
¿Y qué me he encontrado? (ahora sí). Para mi sorpresa, y con la excepción de un par de temas cercanos al infame reguetón, me parece un disco brutalmente vanguardista. Temas como “Saoko” están muy lejos de la pereza rítmica de la peste electrolatina, tan previsible como machacona. En ese y otros temas, un loop musical hipnotizador serpentea bajo la extraordinaria voz de Rosalía (porque en eso sí que estamos todos de acuerdo: qué voz tiene la chica), recordándome mucho a los experimentos que hacía Serge Gainsbourg a finales de los sesenta y principios de los setenta, o a esos discos de Björk en los que se mestizaba el rock con la electrónica (especialmente la canción “Hentai”). Una apuesta muy arriesgada que, al parecer, ha salido bien, pues son muchos los oyentes que se han sentido identificados con ese sonido brutalista, sabiamente aderezado con gotas de comercialidad y guiños descaradamente consumistas (esas referencias Moschino y Versace). Y en cuanto a las letras, confieso no entender casi nada de ellas, más cercanas a la onomatopeya que al texto convencional. Habrá quien frunza el ceño, recordando las maravillosas poesías musicadas de Leonard Cohen o de Ray Davies, pero… ¿no es auambabulubabalambambú la mejor letra de la historia del rock, la que mejor define el calambrazo que te provoca en el espinazo ese estilo de música? Pues eso.
En fin: a los que hemos crecido en el culto de la melodía se nos ponen los pelos como escarpias al intentar buscar un estribillo convencional en “Motomami”, o un punteo de guitarra, o un coro que poder tararear mientras te duchas. No, amigos: estamos en el siglo XXI, nuestras herramientas interpretativas están más oxidadas que la cubertería del Titanic. Demos un paso atrás, quedémonos escuchando nuestros viejos discos de Neil Young y de Police, vayamos pidiendo plaza en el asilo más próximo. El futuro (ese futuro) es patrimonio de La Rosalía: que lo disfrute.